Allí estabas, majestuosa y ufana

Allí estabas, majestuosa y ufana,
las llamas crepitando en la chimenea,
y tu silueta dibujando su sombra perfecta
en esa pared blanca.

Allí estabas, tú, exquisita y hermosa,
delicada en tus gestos,
tanto como el nácar de tu piel,
como el infinito brillo de tus ocres ojos.

Allí estabas y yo... 
quedo, mudo,
embelesado en cada rasgo de tu cuerpo,
enamorado del rubí de tus labios
que se acercaban a mi piel,
sigilosos, ávidos;
tus manos cerraron mis ojos
y yo me dejé hacer,
imaginé por un instante el beso de tu boca
y no percibí el gélido tacto.

Allí estabas, tú, perversamente sedienta
atravesando con tus agujas de marfil mi garganta,
allí,
bebiendo ansiosa de mi sangre,
y yo...

Allí quedó mi cuerpo tendido,
mientras tu seguías majestuosamente ufana,
hermosa,
contemplando mi muerte,
como el genio
que contempla orgulloso su obra finalizada.

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